jueves, 14 de agosto de 2008

Los libros de Historia

señalan que fue un 13 de agosto de 1521 el día en que se consumó la conquista militar y política de la capital del Imperio Mexica, la ciudad de Tenochtitlan. A partir de ese momento –dicen los partidarios de aquellas visiones trágicas de nuestro pasado- comenzó una vertiginosa caída en espiral que condenó a los hijos de este suelo a padecer constantes sinsabores, dolorosas derrotas, irreparables pérdidas. Personalmente no me perturba gran cosa esa visión de la Historia; no creo en esos fatales e ineludibles eventos.
Sin embargo, este 13 de agosto, 487 años después –si mis matemáticas no me fallan- de aquel significativo suceso, he sucumbido; he caído rehén de otra conquista: aceptar el apoyo de una agenda para recordar mis crecientes actividades formales. Si bien es cierto que no hay mejor memoria que la memoria de papel, me había resistido por bastante tiempo a compartir mis roles cotidianos con un impersonal manojo de papeles saturados de fechas, santorales, líneas, citas, moralejas y proverbios tan desconocidos, que no les queda sino aspirar a ser universales.
Hasta eso, no tuve que comprar un cuadernillo para utilizarlo sólo por 5 meses; pedí uno, y casi de inmediato me convertí en el flamante dueño de una agenda institucional (pastas doradas y toda la cosa) de la UG.
Una vez a solas con ella, en la ruidosa intimidad de mi cubículo, me dispuse a vaciar a través de la tinta los recordatorios de mis actividades para los siguientes días. Que si una reunión con los colegas, que el envío de una ponencia, que el presupuesto para asistir al congreso, que los trámites para becas, que tienes que recoger a los profesores invitados, que la entrega del artículo para el boletín, que la invitación a un programa de radio... ufff
Creo que será necesario anotar en algún lugar visible para mi y en letras lo suficientemente grandes para leer a una buena distancia:
"WEEEY... No te olvides de checar tu agenda!!!"

viernes, 1 de agosto de 2008

La pasión de Eugenio

siempre fueron los aviones. A pesar de su miedo a las alturas, desde niño quiso volar; de hecho, varias ocasiones soñó que podía hacerlo, que sus brazos hacían las veces de alas y se elevaba en recorridos extraordinarios. No fue sino hasta pasados los 20 años que por fin se le hizo trepar en una de esas grandes naves. El trayecto no era muy extenso que digamos, pero valió la pena invertir gran parte de su presupuesto mensual en la compra del boleto en clase turista. Desde entonces, jamás volvió a ver al cielo y las nubes de la misma manera. Ese viaje lo marcó de otra forma, seguramente mucho más significativa que el hecho de ver al mundo a través de las nubes, pues conoció a quien sería el mejor de los bálsamos en su inestable vida; en esa “etapa terrenal”, como él mismo la llamaba.
Kareina solía ser una mujer reservada, demasiado introvertida, pero en cuanto vio a Eugenio aquella tarde en los pasillos del liceo, un impulso la golpeó. Resultaba imperativo hacerse notar, gritarle que existía. Ella se cruzó en su camino; titubeante, preguntó algo que hizo que Eugenio le prestara atención. De inmediato se percató que –a diferencia de lo que creía- sus emociones no habían muerto. Éstas permanecerían por mucho más tiempo del que imaginaba. Definitivamente, hasta esa tarde, había subestimado lo que podía llegar a sentir. Como se lo confesó a Kareina meses después, desde aquel encuentro su presencia trascendió cualquier destello que se asomase a su devenir; la vitalidad que le transmitía rebasaba toda crisis y hasta el más desesperante de los hastíos.
La tarde en que coincidieron Eugenio y Kareina no sólo se tornaron cómplices sus miradas, también compartieron taquicardias y sudores fríos. Ambos se sintieron mortales. Desde el primer momento emergió una comunicación tan fluida, cómoda, en fin, total. A pesar de la cercanía que compartieron el resto de la noche y durante la madrugada, sabían que los pronósticos estaban en su contra, que no podrían llegar tan lejos.
Mientras viajaba de regreso en el avión, a Eugenio no le importó que su asiento no tuviera ventanilla. Meditaba y se convencía que no se arrepentía en lo absoluto por alguna de las palabras que le pronunció, por los compromisos tácitos, por la pasión carnal que experimentaron juntos. Tampoco dejó de estremecerse cada vez que cerraba los ojos y ella aparecía, por la voz que escuchaba, por el olor que ahora lo marcaba.
Habían prometido volver a encontrarse, llamarse, escribirse, pensar el uno en el otro. Eugenio no se engañaba; era franco consigo mismo, no estaba seguro de lo que sucedería. Quizá tenían las palabras y las imágenes contadas, temía que no volverían a reconocer sus miradas, sino a través de otros ojos, al fin y al cabo ajenos, mas ya nunca desconocidos.