viernes, 1 de agosto de 2008

La pasión de Eugenio

siempre fueron los aviones. A pesar de su miedo a las alturas, desde niño quiso volar; de hecho, varias ocasiones soñó que podía hacerlo, que sus brazos hacían las veces de alas y se elevaba en recorridos extraordinarios. No fue sino hasta pasados los 20 años que por fin se le hizo trepar en una de esas grandes naves. El trayecto no era muy extenso que digamos, pero valió la pena invertir gran parte de su presupuesto mensual en la compra del boleto en clase turista. Desde entonces, jamás volvió a ver al cielo y las nubes de la misma manera. Ese viaje lo marcó de otra forma, seguramente mucho más significativa que el hecho de ver al mundo a través de las nubes, pues conoció a quien sería el mejor de los bálsamos en su inestable vida; en esa “etapa terrenal”, como él mismo la llamaba.
Kareina solía ser una mujer reservada, demasiado introvertida, pero en cuanto vio a Eugenio aquella tarde en los pasillos del liceo, un impulso la golpeó. Resultaba imperativo hacerse notar, gritarle que existía. Ella se cruzó en su camino; titubeante, preguntó algo que hizo que Eugenio le prestara atención. De inmediato se percató que –a diferencia de lo que creía- sus emociones no habían muerto. Éstas permanecerían por mucho más tiempo del que imaginaba. Definitivamente, hasta esa tarde, había subestimado lo que podía llegar a sentir. Como se lo confesó a Kareina meses después, desde aquel encuentro su presencia trascendió cualquier destello que se asomase a su devenir; la vitalidad que le transmitía rebasaba toda crisis y hasta el más desesperante de los hastíos.
La tarde en que coincidieron Eugenio y Kareina no sólo se tornaron cómplices sus miradas, también compartieron taquicardias y sudores fríos. Ambos se sintieron mortales. Desde el primer momento emergió una comunicación tan fluida, cómoda, en fin, total. A pesar de la cercanía que compartieron el resto de la noche y durante la madrugada, sabían que los pronósticos estaban en su contra, que no podrían llegar tan lejos.
Mientras viajaba de regreso en el avión, a Eugenio no le importó que su asiento no tuviera ventanilla. Meditaba y se convencía que no se arrepentía en lo absoluto por alguna de las palabras que le pronunció, por los compromisos tácitos, por la pasión carnal que experimentaron juntos. Tampoco dejó de estremecerse cada vez que cerraba los ojos y ella aparecía, por la voz que escuchaba, por el olor que ahora lo marcaba.
Habían prometido volver a encontrarse, llamarse, escribirse, pensar el uno en el otro. Eugenio no se engañaba; era franco consigo mismo, no estaba seguro de lo que sucedería. Quizá tenían las palabras y las imágenes contadas, temía que no volverían a reconocer sus miradas, sino a través de otros ojos, al fin y al cabo ajenos, mas ya nunca desconocidos.