jueves, 5 de junio de 2008

La psicología de las masas

es una manifestación que podemos percibir a menudo de forma más que tangible. No necesariamente significa que de manera consciente nos ponemos el atuendo de sociólogos, que observemos situaciones a la luz de concepciones premeditadas o que caigamos en el alucín producto de lo que sea. Simplemente sucede. Ciertas acciones se develan ante nosotros y únicamente hace falta ser un poco suspicaz y malicioso para identificar su presencia.
A propósito de lo anterior, me gustaría comentar lo que sucedió hace algunos días que me puse la verde y me lancé al vetusto Nou Camp con la ilusión y relativa seguridad de que el equipo de futbol León obtendría su pase a la primera división nacional. Hasta eso, la aventura para conseguir los boletos fue breve y afortunada. Aprovechándome del acceso a la web, me libré de interminables horas formado en las banquetas contiguas al estadio. Me bastaron un par de minutos y dar algunos "clicks" en el portal de ticketmaster para asegurar mis entradas. Creo que nunca había valorado tanto "el poder de mi firma".
Total, el día del partido llegué temprano al estadio, pensé que las 3 horas de antelación serían suficientes para asegurar un buen lugar. Sin embargo, creo que otras 20 mil personas pensaron lo mismo, o incluso, consideraron que debían contemplar el amanecer ya formados desde la fila, pues cuando por fin pude acceder a las tribunas, aquello era ya un "hervidero de gente".
Los casi 180 minutos en pleno rayo de un sol perro pasaron a segundo término cuando los equipos saltaron al terreno de juego. Al instante comenzó a desplegarse en la tribuna norte la monumental bandera de los "panzas verdes". La vibra y la pasión por un mismo objetivo no podía ser mayor. Mas sí lo fue cuando cayó el primer gol a favor de los locales. El deseo de las cerca de 40 mil almas sólo podía señalar un anhelo reprimido por más de un lustro.

Llegó el medio tiempo y seguíamos confiados en que se anotaría un gol más y se obtendría el ascenso. Las cervezas volaban y el calor de más de 35 grados -pero sobre todo la adrenalina- impedía que cobraran su efecto etílico. El recuerdo de la parte complementaria se ha tornado borroso en la memoria. Unos confusos 15 minutos dieron la estocada de muerte al equipo de mi ciudad. Dos goles del equipo rival hicieron que el estadio enmnudeciera. Se podía cortar la tensión con un cuchillo. Cada aliento se tornó en angustia. Las caras, los latidos y los sueños no volerían a ser los mismos.

Trancurrieron los minutos y nada se pudo hacer. Sólo los murmullos se escuchaban de manera permanente. Se podía oir perfectamente el jadeo de los jugadores y los ocasionales gritos y mentadas de madre a diestra y siniestra. Como si el efecto del sol causara un sobre peso en los cráneos, los cuellos comenzaron a ceder y de manera coordinada miles de personas agacharon la cabeza, bajaron la mirada en un afán desesperado por esconder la vergüenza y el desencanto.

Aquel mediodía el índice de plegarias se elevó como nunca en la ya de por sí religiosa ciudad. También se incrementó el consumo de uñas y los casos de deshidratación, producidas no sólo por la radiación solar, sino por las lágrimas que se asomaron sin preguntar.

La tarde del domingo 25 de mayo pasado fue especial. La ciudad se mostraba desolada. Las calles semidesiertas amortiguaban el ruido producido por los pocos vehículos que circulaban, se reprimía el sonar de los escapes y mofles dañados por los años. Les aseguro que no exagero. El León no es mi equipo favorito, pero, ahhhhhh qué feo sentí.